La tempestad
[La disposición lo es todo]
Una tempestad hace naufragar a una majestuosa nave junto a una isla perdida.
El duque de Milán, el hijo y el hermano del rey de Nápoles son dispersados y arrastrados a la costa junto al resto de la tripulación.
Pero pronto descubren que en la isla los elementos naturales cambian a placer.
Prodigiosas apariciones.
Melodías fascinantes.
Seres extraordinarios.
Fabulosas visiones.
La isla es el hogar de Próspero, un mago desterrado, y su bella hija.
La revelación de una antigua traición prepara el escenario para una venganza esperada desde hace tiempo...
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«Resulta interesante pensar que toda la trayectoria de Shakespeare en busca de entendimiento, le hubiera llevado a concluir su última obra con un personaje –el mismísimo Próspero– diciéndole al público: “Dejadme libre”. Pero, ¿qué precede a estas palabras? Próspero acababa de decir: "Mi fin es desesperación". También podrían haber sido el final, ¿por qué no? Existen muchas obras, muchas obras contemporáneas, muchas obras del siglo XX, muchas, muchas obras de nuestro tiempo, cuyos autores lo considerarían una forma excelente de poner fin a la velada: “Mi fin es desesperación”. “Telón”, en una época, “Oscuro”, en otra. Y el público, tras un breve instante, aplaudiría enérgicamente, porque entendería y simpatizaría con lo que el autor está intentando decir.
»Aunque, de hecho, cuando Shakespeare las escribió, hubo algo más que a él le pareció imprescindible decir, ya que la frase continúa con una excepción: “A menos que sea exonerado por una plegaria”. Si hacemos una lectura simplona y de catequesis de estas palabras, caemos en algo terriblemente banal porque, si Shakespeare hubiese hecho de esto su final, habría escapado de la mísera trampa de acabar en desesperación; poniendo, en su lugar, una palabra vaga, beata y completamente degradada, "plegaria", sobre cuyo significado ni siquiera hay dos personas que logren ponerse de acuerdo. En vez de eso, Shakespeare dice: “Para, escucha: ‘plegaria’ debe entenderse como lo que realmente es. No me refiero a una plegaria”, dice, “que sólo es ‘Por favor, dame esto o lo otro; por favor, haz esto por mí’; Próspero está diciendo que necesita una plegaria que ‘penetre de forma que asalte a la mismísima misericordia’”.¿Dónde está el maestro Zen que, ha planteado a sus discípulos semejante enigma? ¿Existe algún Koan que implique un reto mayor que cada elemento de esta frase? “Una plegaria que penetre” es de por sí algo que uno puede pasarse muchos años en un monasterio intentando dilucidar. ¿Qué es una plegaria penetrante, que penetra tanto que asalta? ¿Cómo puede una plegaria asaltar, y qué está asaltando? Asalta a la Misericordia. Shakespeare combina con firmeza las palabras “misericordia” y “asaltar”, y de esta clara, si bien, oscura e incomprensible paradoja, que deja la mente en suspenso, proviene una resolución muy sencilla, que es que los crímenes –palabra contundente– son indultados y que a través de la indulgencia, puede surgir la libertad.»
Peter Brook
de William Shakespeare
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Próspero / Javier Butler
Miranda y Sebastián / Laura Sáez
Antonio y Trínculo / Sorín Baltes
Cáliban / Abel Cedré
Ariel / Pablo Gar
Fernando / Arwent Martínez
Stefano / Daniel Rendón
Música interpretada por Lebollet
The tempest de William Shakespeare dirigido por Dyron Triay
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Diseño de iluminación / Raúl Prados
Diseño de espacio / Dyron Triay
Cartelería / José Peleteiro
Vídeo / Camila Almeda
Fotografía / Irene Pou, Camila Almeda y Tadino
Diseño de vestuario / Iris del Val
Coreografía / Alejandra de Castro
Música original de Lebollet
Una producción de La Breve Pausa
No es difícil explicar los motivos que llevan a montar un Shakespeare. ¿No es obvio? No creo que haya director alguno que habiéndole leído, imaginando el drama mientras leía, no sintiese el deseo de llevar palabras tan hermosas a la boca de sus actores e historias tan intensas al escenario. Pero tal vez por tratarse de un arte tan excelente ejerzamos a menudo cierta cautela irreprimible: “¿estoy preparado?”, nos preguntamos. Pero si se espera por el momento adecuado, en el teatro como en el vida, el momento adecuado nunca llega. Quizás solo podamos confiar en que una vez hecho lo que esperábamos hacer, entendamos retroactivamente que el momento era el adecuado, y que son nuestra acción, nuestro entusiasmo y dedicación, nuestro atrevimiento, los que crean las condiciones para un resultado favorable. Solo así se pueden abordar los clásicos. Y aquí estamos.
La tempestad culmina la obra de Shakespeare. Su elección puede resultar sorprendente para el primer montaje de su obra que hacemos en La Breve Pausa. Sin embargo, las tragedias se me aparecían inmensas —por largas y profundísimas— y los dramas históricos resultan poco atrayentes —con sus elementos nacionales y políticos— desde una perspectiva no inglesa (o no anglófila). Los romances tardíos (donde se incluye esta obra) son obras redondas y asequibles que destacan por el reclamo de una puesta en escena más elaborada —por emocionante— y una tragicomedia donde los sentimientos son más intensos y los personajes más poliédricos que en las comedias, y donde se hace entrega de un mensaje luminoso, que es profundo, pero no abismal. Son características hermanadas con la dramaturgia que hacemos en La Breve Pausa. No he planteado, por tanto, una puesta en escena de tesis, que busque reinterpretar La tempestad, pues son tantas las interpretaciones que ha despertado y seguirá despertando la obra (desde las más políticas —el colonialismo— a las más metafísicas —las relaciones entre la realidad y la ficción—) que el riesgo de una representación pretendidamente original me parecía alto e inútil.
Quiero representar el Drama con total honestidad. Quiero vincular el texto pasado a la realidad presente. ¿No son los conflictos familiares y los problemas del deseo y el desempeño del poder —síntesis de la obra shakespeariana— que tienen los personajes los mismos que los nuestros? ¿No son las preocupaciones de Próspero por Miranda las que hoy diríamos de un “padre soltero”? ¿Y no sufre Miranda las dudas sobre su origen, su niñez tan resguardada y su sexualidad incipiente como hoy sufren algunos adolescentes? ¿Qué extraño placer nos provoca el servilismo del gracioso Ariel? ¿Lo preferimos al —tal vez legítimo— resentimiento del bestial Cáliban? ¿Puede ser la venganza una forma de justicia? Y para aproximar estos conflictos al espectador busco una declamación no forzada, un verso cercano al habla, que permita la escucha —¡la comprensión!— y deje espacio a la fuerza de las imágenes, que la cadencia natural del texto sea un catalizador —no un punto focal, no un artificio— de las reflexiones y las emociones de los personajes.
La tempestad es una obra inmensa en lo humano, pero elemental en sus recursos literarios: el argumento es sencillo y el tiempo —unas pocas horas consecutivas— y el espacio —una isla—, únicos. Hay en ella una búsqueda de la expresión pura, de elegancia, de conseguir mucho con poco, que aparece en los grandes maestros al final de su obra —en los esclavos de Miguel Ángel, en la pintura abstractiva de Turner— y entronca con la puesta en escena de espacio vacío que adoptamos en La Breve Pausa. Y en esa elegancia advierto una consideración especial del poder de la Representación, que se plasma en la música —en La Breve Pausa siempre hemos apostado por la fuerza de la música en directo— y la magia. Pero no he buscado en la magia un artificio humano, un juego de exquisito ilusionismo, sino una sugestión nativa, telúrica, silvestre, que evoque al agua y al viento.
Finalmente quiero que la redención ofrecida por Próspero sea recibida por el espectador con inmediata calidez. ¿No es hermoso que Shakespeare después de haber vertido tanta sangre —en sus páginas— nos entregue este colofón coronado de belleza ética y estética? He aquí —así lo creo— un mensaje de esperanza a la sociedad del Yo, un revulsivo contra el individualismo: mirar hacia afuera para ver por dentro. No hay cura en lamerse las heridas ni en inflingírselas al otro. El poder bueno no se tiene sobre los demás sino sobre uno mismo: la disposición lo es todo.
Dyron Triay